jueves, 10 de octubre de 2019

Algo que nunca debería haber pasado

Al otro lado de la puerta el resto de niños gritaba con euforia. Recuerdo sus gritos con claridad porque él me obligó a poner toda mi atención en ellos.

“Ven aquí, túmbate conmigo, vamos a escuchar lo que pasa afuera”

Yo estaba en una de las literas superiores que llenaban la habitación. Estábamos de campamentos de verano en Orio: playa, piscina, de nuevo playa, meriendas con nocilla, jugar, jugar y jugar a mil cosas, y también jugar antes de ir a dormir. Los juegos nocturnos variaban cada día. Uno de mis favoritos era el que consistía en mojar por sorpresa al intrépido que abandonaba la sala. El elegido, aislado, en otra habitación, y junto a uno de los monitores del campamento, esperaba ansioso a que el resto organizara la faena que le iban a hacer. 
Yo quería que me tocara el juego del elefante. En él dos monitores se cubrían con varias toallas de pies a cabeza y simulaban que eran un elefante. Cuando el niño que había quedado afuera entraba, le hacían acercarse al elefante para mirarle la tripa porque le dolía. Él se acercaba y entonces el elefante le hacía pis encima. Después, obviamente, todos reíamos a carcajada limpia.

La noche en que me eligieron para salir de la sala común las piernas me temblaban de la emoción. “Ojalá sea el del elefante” “Por favor que sea el del elefante”.
Antes de salir a que me asustaran o empaparan, debía esperar en una de las habitaciones del galpón junto a uno de los monitores que nos cuidaba. Los otros niños elegidos quedaban esparcidos por el resto de habitaciones con otro de los monitores, y así lograban evitar que entre nosotros nos contáramos en qué consistía el susto de esa noche (o eso pensaba mi mente a los nueve años)
Por supuesto no me iba a tocar el juego del elefante, no tendría gracia, ése ya lo conocíamos, lo habíamos jugado la noche anterior. Lo que no sabía era que nunca más recordaría, y aún hoy, no tengo idea, de cuál es el juego que me tocó a mí.

Estaba en una de las literas superiores y abajo estaba Mikel. Mikel era un monitor joven de abundante pelo rizado y ojos enanos, con mirada penetrante, y por el que algunas de las niñas del campamento sentían cierta predilección. Supuestamente estaba entre los guapos. Sin embargo, mi favorito era Gari que tenía el pelo largo y lacio, era mucho más feo y tocaba la guitarra. Ojalá me hubiera tocado en su cuarto aquella noche.

“Ven aquí, túmbate conmigo, vamos a escuchar lo que pasa afuera”

Yo sabía que no debía bajarme de la litera, pero lo hice. Sabía que mucho menos debía tumbarme al lado suyo y lo hice igual. También estaba segura que tumbarme ahí poco iba a tener que ver con escuchar lo que pasaba afuera y así fue.

De pronto mi cuerpo era una piedra. Aquel monstruo disfrazado de persona empezó a acariciarme la tripa alrededor del ombligo. Recuerdo que me hablaba de sentir esas caricias, de si me gustaban y no recuerdo más, no recuerdo nada más que una colchoneta verde y dura bajo nuestros cuerpos y las yemas de sus dedos sobre mi tripa. No recuerdo nada más que a él hablándome en susurros al tiempo que su respiración se entrecortaba, mientras afuera reinaba el alboroto del resto de niños celebrando a gritos el último susto. No recuerdo nada de lo que pasó después. Absolutamente nada. Pero sí recuerdo la culpa y la vergüenza, lo estúpida que me sentía por lo que había pasado, la impotencia cuando su mano ya estaba sobre mi tripa. De nuevo estúpida por no haber corrido o no haber gritado. De nuevo culpa por creerme la causante de aquella situación, por creer que yo la había provocado, yo, que a esa edad empezaba a sentir los primeros brotes de atracción hacia el sexo opuesto estaba convencida de mi pecado y por alguna causa, no me creía digna de salvación.

Después de aquel suceso Mikel no desapareció de mi vida. Él fue el encargado de auparme hasta la enfermería tres años después cuando en otros campamentos me esguincé el pie izquierdo. Más tarde lo vi de la mano por la calle con otra de las monitoras del comedor del colegio y, muchos años después, ambos paseaban juntos por el parque con un crío en un carrito.

Desgraciadamente este relato no tiene final feliz, desgraciadamente ni siquiera tiene un final. Aquello que sucedió nunca debería haber pasado. Hoy sólo me queda contarlo y quizás con un relato poder limpiar la vergüenza y la culpa que todavía siento cada vez que alguien se aproxima a mi ombligo y mi piel se tensa mientras piensa “que pase rápido, por favor, que pase rápido”





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