miércoles, 23 de octubre de 2019

Sangre


¿Qué pasa con toda esta sangre que todo lo mancha?
¿Adónde va?
¿Es que nadie ve nada?

Me derramo en tres mil charcos púrpura durante días y me arrastro por las calles con el vientre llorando a lágrima viva vasos de sangre mía,
pero nadie ve nada,
a nadie le importa.

Hay que llegar al “¡qué haces atontada! ¡mira por dónde vas!” para darse cuenta de que todo está mal.
Yo los miro,
los miro como si no los viera en realidad,
porque para mí no son más que manchas,
manchas en un mundo ciego y con glaucoma,
en puertas de la ceguera total.

¿A dónde mierda van estas lágrimas?
¿De qué va toda esta farsa?
¿Qué es eso de sufre hoy para la recompensa de mañana?

Yo sangro hoy,
sangro ahora,
no soy nada más que esta sangre en mis entrañas,
es lo único que sé,
lo único que me ata a la tierra cuando aprendo que no estoy hecha para volar,
no hoy,
que mi vida sólo sangra.

Pero qué importa,
a quién le importa nada,
la bola sigue girando y la rueda sigue dando vueltas,
el mundo no se para,
y yo,
pálida,
finjo que no soy estas gotas que se esparraman,
que se llevaron mi cabeza y mis sueños a otra parte muy lejana,
y no me importa,
en realidad no me importa,
porque hoy sólo soy esta sangre
y aunque nadie más lo entienda,
o no lo pueda explicar,
a mí con eso me basta,
y basta
ya.

sábado, 19 de octubre de 2019

Él

Cuando yo llegué  él ya estaba ahí. La primera vez que lo vi me miró de lejos y dio a entender que mi existencia le perturbaba y le era indiferente a partes iguales. Tenía la capacidad de expresar todo eso en un mismo gesto, lo mismo que con un par de movimientos casi imperceptibles ponía a todos los miembros de la familia a sus pies. Yo quería ser como él, ansiaba ese poder y envidiaba el millón de habilidades extraterrestres que poseía. Por eso desde el día en que llegué me puse manos a la obra y no perdí  ocasión de observarlo con atención.
  
Durante un tiempo también  intenté ganarme su afecto. Le movía la cola a mil por hora, lo invitaba a jugar a pillar y le saltaba encima cada vez que se distraía un poco, que era casi nunca. Pero en pocos meses tuve que desistir y cambiar de táctica. Aquello nunca iba a funcionar con Él. Porque él realmente era Él. Él, como decidí llamarlo el día que lo vi dar un salto perfecto de más de dos metros de altura sin que se le moviera un pelo, me tenía hipnotizada. Mi nueva estrategia consistió en empezar a imitarlo y comencé a caminar a su manera. Por un tiempo me convertí en su sombra y aprendí a moverme sin ser vista, a pisar el suelo sin que se escuchara y a entrar en cualquier lugar sin que apenas se apreciara mi presencia. Por supuesto que cuando cualquier otro miembro de la familia llegaba perdía el norte y volvía a mi rol de perra saltarina muerdecordones del montón, pero entre tanto me pasaba las horas intentando convertirme en maestra de la sutileza y la precisión.  

Siguieron pasando los meses y un día me concedió el honor de tumbarme a su lado. Pasaron unos meses más y pude rozar su cuerpo plutoniano. Un poco más tarde, un día, vino a sentarse junto a mí y hasta me dirigió una mirada que entre líneas regalaba algo parecido a la simpatía. 

Lo que todavía no he logrado, pero quizá con un poco de paciencia y la perseverancia que me caracteriza puedo al menos intentar, es entender qué diablos quiere decirme cada vez que abre la boca y me suelta ese lastimero sonido. Creo que en toda su perfección el pobre salió fallado en el lenguaje porque, en vez de decir guau, como todo el mundo, Él insiste con su miau.

martes, 15 de octubre de 2019

El peso del no pasar

Te dices ya pasará, no volverá a pasar o siempre se pasa,
y pasa que no pasa. 

Pasa que no deja de pasar ni de pesar. 

Y cuando creías que ya estaba, porque no lx creías capaz de ir más allá, se te presenta de golpe y sin aviso previo, cuando ya no lx puedes frenar. 

Pasa que no se pasa ni pasa y pesa. 

Pasa que no se puede parar y por más que lo intentas siempre te sobrepasa. 

Pasa que no sabes lo que pasa y aunque lo supieras nada cambiaría en realidad. 

Llueve ahí afuera, la perra se te acurruca en medio de las palabras y se te ocurre que lo único posible es dejarlo pasar, mientras la vida pasa y se pasa contigo sin piedad. 

Te gustaría ser otra cosa y eso pesa. 

Te gustaría no sentir todo y algo más y eso no pasa. 

Te gustaría que pase ya y eso no pasa, 
ni ahora ,
ni Nunca Jamás Neverland.

Miras vacía el patio buscando un “por fin basta ya” y el patio ni se molesta en devolverte la mirada. 

Comes cantidades ingentes de pan con manteca al calor de una buena leche chocolatada y el vacío sigue igual en los días en que ni el estómago se sabe llenar. 

Sigues desesperada por pasar, pasar de todo lo que pasa, pasar hasta de pasar para ir un poco más allá,
y Nada. 

Pero al menos, te dices, al menos te quedan estas letras,  
estas letras que pesan 
y pasan, 
pero pasan DE VERDAD.

jueves, 10 de octubre de 2019

Algo que nunca debería haber pasado

Al otro lado de la puerta el resto de niños gritaba con euforia. Recuerdo sus gritos con claridad porque él me obligó a poner toda mi atención en ellos.

“Ven aquí, túmbate conmigo, vamos a escuchar lo que pasa afuera”

Yo estaba en una de las literas superiores que llenaban la habitación. Estábamos de campamentos de verano en Orio: playa, piscina, de nuevo playa, meriendas con nocilla, jugar, jugar y jugar a mil cosas, y también jugar antes de ir a dormir. Los juegos nocturnos variaban cada día. Uno de mis favoritos era el que consistía en mojar por sorpresa al intrépido que abandonaba la sala. El elegido, aislado, en otra habitación, y junto a uno de los monitores del campamento, esperaba ansioso a que el resto organizara la faena que le iban a hacer. 
Yo quería que me tocara el juego del elefante. En él dos monitores se cubrían con varias toallas de pies a cabeza y simulaban que eran un elefante. Cuando el niño que había quedado afuera entraba, le hacían acercarse al elefante para mirarle la tripa porque le dolía. Él se acercaba y entonces el elefante le hacía pis encima. Después, obviamente, todos reíamos a carcajada limpia.

La noche en que me eligieron para salir de la sala común las piernas me temblaban de la emoción. “Ojalá sea el del elefante” “Por favor que sea el del elefante”.
Antes de salir a que me asustaran o empaparan, debía esperar en una de las habitaciones del galpón junto a uno de los monitores que nos cuidaba. Los otros niños elegidos quedaban esparcidos por el resto de habitaciones con otro de los monitores, y así lograban evitar que entre nosotros nos contáramos en qué consistía el susto de esa noche (o eso pensaba mi mente a los nueve años)
Por supuesto no me iba a tocar el juego del elefante, no tendría gracia, ése ya lo conocíamos, lo habíamos jugado la noche anterior. Lo que no sabía era que nunca más recordaría, y aún hoy, no tengo idea, de cuál es el juego que me tocó a mí.

Estaba en una de las literas superiores y abajo estaba Mikel. Mikel era un monitor joven de abundante pelo rizado y ojos enanos, con mirada penetrante, y por el que algunas de las niñas del campamento sentían cierta predilección. Supuestamente estaba entre los guapos. Sin embargo, mi favorito era Gari que tenía el pelo largo y lacio, era mucho más feo y tocaba la guitarra. Ojalá me hubiera tocado en su cuarto aquella noche.

“Ven aquí, túmbate conmigo, vamos a escuchar lo que pasa afuera”

Yo sabía que no debía bajarme de la litera, pero lo hice. Sabía que mucho menos debía tumbarme al lado suyo y lo hice igual. También estaba segura que tumbarme ahí poco iba a tener que ver con escuchar lo que pasaba afuera y así fue.

De pronto mi cuerpo era una piedra. Aquel monstruo disfrazado de persona empezó a acariciarme la tripa alrededor del ombligo. Recuerdo que me hablaba de sentir esas caricias, de si me gustaban y no recuerdo más, no recuerdo nada más que una colchoneta verde y dura bajo nuestros cuerpos y las yemas de sus dedos sobre mi tripa. No recuerdo nada más que a él hablándome en susurros al tiempo que su respiración se entrecortaba, mientras afuera reinaba el alboroto del resto de niños celebrando a gritos el último susto. No recuerdo nada de lo que pasó después. Absolutamente nada. Pero sí recuerdo la culpa y la vergüenza, lo estúpida que me sentía por lo que había pasado, la impotencia cuando su mano ya estaba sobre mi tripa. De nuevo estúpida por no haber corrido o no haber gritado. De nuevo culpa por creerme la causante de aquella situación, por creer que yo la había provocado, yo, que a esa edad empezaba a sentir los primeros brotes de atracción hacia el sexo opuesto estaba convencida de mi pecado y por alguna causa, no me creía digna de salvación.

Después de aquel suceso Mikel no desapareció de mi vida. Él fue el encargado de auparme hasta la enfermería tres años después cuando en otros campamentos me esguincé el pie izquierdo. Más tarde lo vi de la mano por la calle con otra de las monitoras del comedor del colegio y, muchos años después, ambos paseaban juntos por el parque con un crío en un carrito.

Desgraciadamente este relato no tiene final feliz, desgraciadamente ni siquiera tiene un final. Aquello que sucedió nunca debería haber pasado. Hoy sólo me queda contarlo y quizás con un relato poder limpiar la vergüenza y la culpa que todavía siento cada vez que alguien se aproxima a mi ombligo y mi piel se tensa mientras piensa “que pase rápido, por favor, que pase rápido”





martes, 8 de octubre de 2019

Culpa


No puedo escribirte. 
Hasta ese punto has llegado conmigo. 
No puedo escribirte porque ni siquiera sé deletrearte. 
No te conozco. 
Me confundí contigo hace tiempo. 
Ya no sé dónde acaba mi carne, dónde comienza a ser contigo, de qué está hecho el muro que nos separa de ese afuera incierto. 
Te escucho todo el tiempo, todo lo que me quieres decir, cada coma y cada punto, pero no puedo escribirte, no sé quién eres aparte de todo este ruido denso. 
Huyo de ti todo el tiempo. 
Escribo sin poder hacerlo.
Intento darte sentido y te siento. 
Me odio contigo y finjo que te entiendo, aunque nunca fuera cierto. 
Culpa tuya te grito, mea culpa me contesto.

viernes, 4 de octubre de 2019

No te ofendas si no te quiero


No te ofendas si no te quiero,
tú no hiciste nada,
soy yo que no puedo.

No te quiero porque no quiero nada.
No sé hacerlo.

Aprendí que el mundo es un asco y cada día meto un poco la pata en destejer ese pensamiento.
Quizá es que verdaderamente es un asco,
y también soy yo poco capaz de ver lo bueno.

No te quiero porque no puedo.
No me enseñaron a hacerlo.

Me impusieron el amor como si fuera una ordenanza,
y ahora no tengo ni idea de qué hacer con todo eso.

Pero aun así quiero darte las gracias,
porque en mi no quererte veo que yo tampoco me quiero,
y en mi no quererme es el único lugar en el que me acepto.

Me acepto como no-culpable de todo esto que me invade y está infecto.
Me doy cuenta que si bien algunas cosas llevan un tiempo, también se aprenden,
y en eso sí nos entendemos.

No te ofendas si no te quiero y te lo digo sin miedo.
Nosotros nunca jugaremos bajo las normas de lo impuesto,
eso ambos lo sabemos.

Nos amemos sin Amor,
sin expectativas,
nos sepamos inciertos.
Nos saquemos toda forma de opresión
y toda mentira sobre lo incorrecto.

Que donde haya un corazón no haya sumisión,
que donde pueda latir uno puedan latir dos,
y tres,
y cuatro,
y un millón,
y todas las demás letras,
de este infinito alfabeto.