viernes, 15 de febrero de 2019

Sacudirse las orejas

Soy médica y muy pocas veces hablo de mi profesión.
La cosa llega al punto en que cuando me enfermo mucha gente me indica muy autoritariamente qué es lo que debo hacer para recuperarme, porque, en general, suelen considerar que mis métodos son poco ortodoxos y "oh pobrecita la chiquita ésta lo confundida que está hasta en lo que se supone que debería saber"
Pero bueno, no me importa, eso es otra historia para otro día, la cosa es que soy médica Y.

Y cada día fijo con más certeza que mi profesión se fundamenta en la escucha. Escuchamos historias, historias que finalizan en un síntoma, en varios, en una enfermedad, pero historias al fin. Lo nuestro es el flash back.

¿Qué sucede si no escuchamos?

Bueno, sucede, como en toda comunicación, que se pierde información y la información es poder. El cuerpo habla, él es el narrador y si lo escuchamos ganamos, siempre, aunque escuchar suponga detenerse, sentir el dolor, descubrir más dolor y destapar una capa y otra y otra de dolores ya rancios que ni nos suenan, melodías de ese casette que de puro regrabar ya sólo chirría.

No importa, escucha, porque a fuerza de escuchar esa cinta se limpia y la limpieza al menos alivia.

Es muy difícil hablar de dolor o enfermedad, de curar o sanar. Tenemos la ciencia para todo lo tangible y, mafias farmacéuticas aparte, podemos quedarnos con todo lo bueno que aporta, pero por qué apartar la escucha de la ecuación, la escucha tan sagrada, tan básica, tan fundamental.

Nuestra tendencia es concluir antes de observar y concluimos a partir de creencias, ideas preconcebidas o lo que alguien muy importante ya acuñó sobre el tema. Está bien saber, pero no está de más conocer, reconocer, descubrir y crear, también en la ciencia aplicada.

Una vez tuve un profe que para hacer las historias clínicas nos obligaba a escurrir cada síntoma hasta que no quedara una gota de información por sacar. Siendo que eran prácticas de Digestivo, el nivel de detalle llegaba a cotas nada aptas para escrupulosos. Fue la mejor lección que recibí en toda mi carrera.

Unos años después descubrí la analgesia que produce la escucha en los pacientes y de ahí llegué a ver el alivio que proporciona la mera expresión del dolor y el sufrimiento independentientemente del origen que éste tenga (cada día veo menos clara la frontera entre el malestar físico, psíquico y espiritual) Me di cuenta de que pocas veces llegar a un diagnóstico que pudiera procurar un tratamiento concreto (ni hablar de cuando no) aligeraba el malestar de los enfermos. La gente necesitaba creer y para creer es necesario confiar y para confiar es necesario sentirse arropado, cobijado, seguro, no juzgado, ni prejuzgado, en definitva, incondicionalmente amado.

Oh sí, esto suena muy fuerte, oh no, los médicos no deben/pueden implicarse emocionalmente con sus pacientes oh,oh,oh etc.etc.

Bueno, quien concluya rápido ese punto no comparte mi comprensión de amar y si quiere puedo explicársela en otra entrada, para los que me van siguiendo continúo.

Escuchar, ESCUCHAR, es una de las formas de ese AMAR.
Crear un espacio donde un enfermo pueda narrar la historia de su dolor y simplemente dejar que esa historia se pueda justamente CREAR, no sólo aporta información valiosísima al profesional a la hora de acompañarle a la restauración de su salud, sino que inicia en sí misma dicha reparación. Esa creación que se sucede a la expresión del dolor, conecta al enfermo con el alivio de la liberación de éste, lo descarga, que no es poco en una cultura donde no acabamos de librarnos de la pandemia de la culpa, incluso sobre nuestra propia enfermedad.

Por eso y casi utópicamente, me gustaría reivindicar en este megaexplotado mercado sanitario de las consultas express de seis minutos en total (si llega), la necesidad urgente de limpiarnos las orejas y escuchar a los enfermos casi como un acto de rebeldía y en respuesta a la sordera impuesta por este sistema cruel donde parece ser que lo menos importante de todo es lo que realmente está pasando.