martes, 25 de octubre de 2011

Encuentros

Siempre pensé que todo el mundo tiene algo que contar. No soy una persona demasiado habladora y sin embargo siempre andaba contando, al principio el número de coches rojos que veía pasar bajo mi balcón y más tarde alguna ocurrencia que habitualmente tomaba forma de relato que mezclaba ficción real con realidad ficcionada (que más bien era de aficionada)
El asunto es que estaba convencida de que todos tenemos algo que contar y esos cuentos nuestros, según mi teoría, surgían de los encuentros. De pronto un día uno va por la calle y se encuentra lo mismo con un semáforo con una corbata pintada que consigo mismo. Los relatos de dichos descubrimientos pueden ser de escasa calidad o calidad sublime; todo depende de si uno posee algún cruce genético con ese amigo argentino llamado Julio o está simple y llanamente destinado a colgar ilusionado sus tristes encontronazos en un blog que un par de espectros y algún familiar, por compasión, lee de vez en cuando.
Esta brevextensa explicación no puede culminar sino con un ilustrativo ejemplo de cada uno de los encuentros que acontecieron  mi vida y que más adelante he tratado de ejemplificar de un modo que, por si no se ha notado, aclaro  tenía intenciones ilustrativas.
Cuento entonces que me encontraba yo en una calle paralela a la que alberga el portal que da entrada al cuchitril que habito, no sé por qué ni hasta cuándo, pero al que decidí un día llamar hogar. Estaba yo en esta paralela y me dio por mirar de un modo extraño ( que a juzgar por la mirada de la estereotipada pareja de góticos que pasaba junto a mí podría describirse como maníaco) el nombre de la calle. Las calles tienden a llamarse como la gente, con apellido y todo, o sino, se agrupan por zonas en gremios de cosas. Sin embargo, la calle paralela a la mía tenía nombre de concepto complejo: Calle de la Silenciosidad “Hay un error” pensé, pero no dejé de pensar en la posibilidad de que no fuera así. La silenciosidad. Navegué por mis anémicas neuronas en busca de su posible definición: capacidad de generar silencio entre los demás y para los demás. Algo parecido a la generosidad, pero cuya finalidad es la repartición de silencio. Recordé entonces a algunos de mis compañeros del trabajo, charlatanes incapaces de callar cuando es necesario y cuando no lo es, pero sería un enorme favor en favor del bienestar social e individual. Y recordé también entonces el tema de los encuentros y las historias y los encuentros hacia dentro.
Así que abrí la cremallera de mi chaqueta y metí la cabeza bajo sus fauces metálicas. Con la quijotera sobre mi tórax y algo asfixiada por la falta de ideas, observé que ahí adentro había mucho ruido y pensé que, efectivamente,  la silenciosidad era un bien bien escaso.

lunes, 10 de octubre de 2011

Hictérica perdida

Doña Obsoleta padecía hicteria. En palabras del manual de Medicina Interna de la Universidad de Harvard “Síndrome causado por una inhibición de la segregación de serotonina que se enmarca en un cuadro de ictericia y ansiedad” En palabras de Don Ignoracio, el mejor amigo de Doña Obsoleta “se pone amarilla cuando no le sube el bizcocho”
La hictérica Doña Obsoleta era una paciente en boca de todos en el mundo de la medicina por la peculiaridad de su enfermedad. Habían tenido antes un caso semejante en el que el Jesucristo de mármol del retablo de la Iglesia se ponía verde las vísperas al domingo de ramos. Pero el asunto quedó en el diagnóstico de ansiedad anticipatoria a la agorafobia del Cristo en cuestión. Los médicos recomendaron a las gentes del pueblo ir más a misa y al Cristo ejercicios espirituales previos a la Semana Santa.
 La hicteria de Doña Obsoleta, sin embargo, era de difícil manejo. Don Ignoracio le recomendaba que pusiera más levadura en el bizcocho mientras que los médicos se limitaban a atiborrarla de medicamentos diluidos en refrescos de cola al tiempo que la exponían a largas sesiones de contemplación de hornos en los que se cocinaban bizcochos con bajas concentraciones de levadura.
No había manera, Doña Obsoleta era un hictérica perdida y poco le importaba a ella la cantidad de levadura. Si no subía, no subía y aquello la sacaba de quicio.
Tal era la preocupación popular por tamaño problema que llegó el día en el que tomando cartas en el asunto Don Ignoracio, con la astucia que lo caracterizaba, pensó que sería buena idea sustituir el bizcocho fallido por uno bien hermoso a mitad de la hornada. Pero el pobre hombre fracasó y aquello lo traumatizó de tal modo que desde entonces se dedicó a la producción compulsiva de bizcochos bien subiditos que ofrecía al Cristo cuando se ponía verde.
La vida en el pueblo siguió más o menos hictérica hasta que un buen día llegó a aquel lugar un médico ilustre de los de verdad. Un médico de esos reconocidos en toda la región e incluso en las regiones colindantes; sobre todo las que colindaban al este que es hacia donde soplaba con mayor frecuencia el viento y hacia donde se volaban más palabras. La cuestión es que, como no podía ser de otro modo, el doctor Atoscopio en cuestión, tuvo una gran idea para tratar el mal que aquejaba a la pobre Doña Obsoleta. Habló con Don Financio, que era el encargado de todas las operaciones de importación y exportación del pueblo y le encargó que trajese un horno nuevo a la Doña. Ante el asombro del pueblo entero, la pobre enferma sanó al primer bizcocho de la mañana en que estrenó el horno y según cuenta Don Financio a sus clientas, el Cristo dejó de padecer sus ataques de verdosidad en cuanto recibió la primera ofrenda de aquellos bizcochos.
No sabemos hasta qué punto la Universidad de Harvard ha considerado los hornos de Don Financio como posibilidad de tratamiento de la hicteria, pero en cualquier bibliografía que se consulte la historia de esta patología, veremos que se hace mención especial a la Fábrica de bizcochos el Cristo Verde de Doña Obsoleta y como principales dueños de la patente del  tratamiento de la enfermedad a Don Financio  y a nuestro Ilustre Don Atoscopio, receptor del 25% de las ganancias en la venta de hornos Hicterux.