lunes, 27 de mayo de 2019

Gutun jasobidalia

Lagunetsai maitegorrotatua:

Atzogaur zurekin gogoratu naiz. Elkarbanandurik igarotako egun nazkazoragarri horiek ekarri ditut gogora.

Zenbat arratsalde parkean musulirainka, hitz zuribeltzak elkarri jaurtiz. Eta zenbat oroitzapen kafesne katilu horren azalhondoan. Zenbat argazki lotsati kaxoian, zure galtzontziloen artean galduaurkituak.

Zurekin gogoratu naiz hemenhan zaudela zure gutun damutua berirakurri dudalako. Zoriontxarrez zuregandik gerturrun nago eta gutun hori erantzuteko gai ikusten dut neure burua.

Mezu argiluna bidali nahi nizuke, jada atzogaurko neska nahasi horrek nire garuna abandonatu duela kontatu nahi nizuke. Baina hobeto kafezkafe beroa eskuan dugula edozein gauegunetan.

Agur hotzbero bat,

Ezbaia




Fruncídula la salmona


Cuando conocí a Fruncídula yo aún no había cumplido los dos años y ella ya sabía aguantarse la caca.

Fruncídula era la salmona que vivía en el váter de mi casa, aparte de la mayor experta en todo lo que se pueda imaginar. Lo mismo te explicaba la octagésima ley de Newton (mientras ya iba escribiendo la nonagésima) que te daba indicaciones precisas e irrefutables sobre cómo prepararte una tortilla, selección de huevos, e inclinación exacta necesaria del complejo tándem plato hondo-tenedor para batir incluida.
Nada escapaba a la inconmensurable capacidad de tener una respuesta, o mayoritariamente refutación para casi de todo, de la Frunci.

Nadar a contracorriente era su fuerte,como está mandao, y como ella se sabía fuerte y con todo podía, acabó instalándose en nuestro váter. Allí cada día gozaba de la oportunidad de mostrarnos sus habilidades al menos cinco veces por jornada en esquivado de obstáculos y unas cuantas más en aguas abiertas.  En las fiestas de San Santísimo competía todas las categorías al mismo tiempo e incluso participaba en carreras especiales. Una máquina la Frunci.

Por supuesto era una salmona multitarea que no sólo daba instrucciones precisas sobre cualquier actividad que ohtúpobreignoranteinútilperdidoentuinconsciencia nunca sabías hacer bien en el baño, sino que también se prestaba a opinar argumentada y puntillosamente sobre cualquier cosa que se pueda imaginar. Pero lo que más amaba Fruncídula era criticar los obstáculos que le mandábamos taza abajo, porque el fuerte más fuerte de doña Frunci era darte masa con tu propia mierda.

Yo al principio no le hacía mucho caso, realmente pensaba que eran cosas de la peza, bromas de pescaos, nunca imaginé que la Frunci fuera en serio con eso. Además, cuando empecé a hacer uso de sus servicios, me preocupaba más el aplauso que la crítica.
Pero a medida que fui creciendo mi capacidad de ignorar sus comentarios fue mermando y empecé a creer en sus palabras sobre mi caca mucho más allá de los límites de lo saludable.

Hoy me duele reconocerlo, pero la Frunci llegó a dominarme.
Cada vez que iba al baño miraba atentamente mi mierda, la miraba y la miraba antes de tirar de la cadena muy temerosa por lo que esa perra-pez me estuviera por decir.
Cómo le podía justificar que ese día, que había comido alubias, el resultado había quedado muy por debajo del nivel esperado. Y qué decir aquellas mañanas en que por mi despreocupación con el tequila la noche anterior mis frutos no valían ni para dar pena.

La hora de ir al baño era un auténtico calvario, así que dejé de hacerlo. Eso provocó críticas de la salmona, por supuesto, pero de ese modo solo debía escucharlas una vez por semana, dos con suerte, si es que se le podía llamar suerte.

Las consecuencias fueron las obvias por todos imaginables (no lo hagan) Llegó el día en que, claro está, a fuerza de contener, la presa rebalsó. Lógico y normal como diría mi padre.

Imagínense (no lo hagan) los niveles de residuos acumulados que pudieron aquel día rebosar de mi ser. Fruncídula no podía creérselo y yo casi tampoco. La mierda la rodeaba de tal manera, que muy a pesar de que ella siempre podía con todo y con todos, hubo un momento en que estuvo por rendirse a la evidencia de que lo más probable era que su fin estaba cerca, que todo aquel montón de caca acumulada por su causa iba a acabar con ella y que no le quedaba otra que rendirse al desagüe.

Sentí culpa, una culpa inmensa por ella y por mí misma, que había gastado montones de tiempo y dinero en una terapia poco efectiva que supuestamente me iba a ayudar a evacuar resentimientos, dolores y de paso deshechos orgánicos.

Aquello iba a acabar de la peor de las maneras y sin embargo no puedo negar la satisfacción que me producía ver aquel ser despreciable que tan constreñida me había tenido ahogarse en su propia cosecha.
Quise preguntarle qué opinión le merecían el color, densidad y sobre todo cuantía de esta última ronda, solo por disfrutar de verla intentando mascullar algún comentario punzante indescifrable, pero me contuve, consciente de mi propia perversidad. Al fin y al cabo el váter no se estaba tragando el 100% del dinero y el tiempo invertidos en terapia.

Pensé que cedería, pensé que en algún momento de la tormenta Fruncídula daría su aleta a torcer, me suplicaría una tregua y recapacitaría sobre su comportamiento previo, pero no fue así.

Fue entonces cuando el desagüe comenzó a emitir una tos ronca y productiva y su contenido a punto estuvo de impactarme en la cara, pero acerté a esquivarlo a tiempo. A aquel primer escupitajo se le sucedió una fuente a presión de cientos de años de contención escatológica.

En ese momento la salmona, exhausta, casi ya incapaz de seguir llevando la contraria a la corriente, se dio la vuelta y se dispuso a navegar taza abajo quedando en dirección totalmente opuesta a la que había nadado toda su vida.
Lo cierto era que lo hacía también en contra de la mierda, como siempre lo había hecho, pero éste ya era un mundo de mierda inabarcable hasta para ella, una cantidad de caca y porquería colosal al que si no se rendía no podría dar a basto. No sé si por eso o por alguna otra razón que se me escapa, la Frunci se fortaleció y comenzó a nadar más y más fuerte, con toda su alma, sin mirar una sola de las variopintas cagadas que constantemente la chocaban y pringaban las escamas. No tenía energía ni posibilidad para otra cosa que no fuera nadar, así que con la boca bien cerrada, siguió camino sin pararse a pensar si el último zorete era demasiado diarreico para un día de pasta carbonara o el olor de aquel otro mondongo no era suficientemente hediondo para las terribles mezclas alcohólicas de la boda del primo del pueblo.
De puro perseverar en la nadada y nada más que en eso, de pronto la peza desapareció desagüe abajo dejando tras de sí un mar de mierda inmenso y olor nauseabundo sobre los marronejos del baño.

No habían transcurrido treinta segundos cuando de golpe aquella riada se paró en seco y nunca mejor dicho. Sentí alivio y creí que lo peor ya había pasado. Algo parecido a la pena me cayó en forma de lágrima limpiándome una línea serpenteante de mejilla. Tras ese mini duelo y aliviada, hice ademán de levantarme dispuesta a dejar aquello como los chorros del oro.
En ese mismo instante el retrete emitió un sonido similar a lo que podría ser un eructo y escupió algo con forma de pescado.
Fruncídula cayó justo entre mis piernas, moribunda, apenas podía respirar en aquel lodazal otrora parte de su ecosistema y pude observar que quería abrir la boca para decir algo probablemente trascendental.

La sostuve entre mis brazos dispuesta a contener su último suspiro y acerqué bien el oído para no perder detalle de sus últimas palabras:

"Te dije que tenías que desatascar el retrete"

El día en que Fruncídula murió yo ya tenía treinta y un años y todavía no sé para qué sirve eso de retener la caca.


lunes, 6 de mayo de 2019

Tirarse o caer



Tirarse o dejarse caer

Tirarse, seguro tirarse,
pero sin perderse la sorpresa del que cae.


Y caer.
Caer toca,
toca el vacío como si fuera verdad.


La caída toca lo que no se puede, lo que de otro modo no se deja ver,
(o no se quiere)
(o no se aguanta)


El erotismo de la caída se impone a la pornografía del que se tira sin más.


Y cuando no caemos nos tiran
las circunstancias,
los días,
las mandarinas por el suelo,
una mala caída.


Caer o dejarse tirar,
o caerse sin más.


Tirarse o dejarse caer.


Dormirse en la duda.


Levantarse después
y si las cosas se dan,
abrir medio  ojo y jugar a despertar.