lunes, 30 de diciembre de 2019

El día en que la hierba volvió a ser hierba bajos sus pies

Llevaba más de una hora bailando sin parar.
Estaba en el comedor, todas las luces encendidas, una cerveza abierta a medio a tomar. Relamía una canción tras otra como si no hubiera un mañana, o un todavía.
Bailaba, bailaba y bailaba sin parar. Bailó como en su vida y comenzó la tormenta.

El calor era insoportable, pero eso si hubiera estado en el mundo habitual. Aquella noche, aquel calor le gustaba. Sudaba. Su cuerpo humedecía y se derretía con la pesadez de lluvia condensada que cargaba el ambiente. Su pecho chorreaba cada gota invisible de la densidad que la envolvía conviertiendo en agua aquella, en otro tiempo, en otra vida, inaguantable humedad.

No paraba de bailar. La tormenta la embravecía y su falda, que era lo único que le quedaba, respondía con contoneos que cuestionaban la cuadratura de las baldosas bajo sus poderosas piernas.

De pronto el agua caía como si ya no hubiera casa. La casa era nube de tormenta. La tormenta era música en toda ella y tuvo que hacerlo deunavezportodasya.

Dejó que la falda se le desprendiera y salió al patio a confundirse con lo que pasaba.
Saltaba, gritaba, lloraba, reía, cantaba  y la lluvia, aquel agua toda-entera, las nubes sobre su cabeza, que, en realidad parecían sostenerla entre las piernas, le dieron la bienvenida como a una hija amada, como a una flor más bien renacida después de enterrada y mil veces sepultada.

Sus brazos se extendieron queriendo abrazar aquella experiencia. No veía nada. Sus ojos no podían abrirse a tanta agua. Debía entregarse al salto de perder su propia mirada.

Se evaporó el miedo enquistado en su pecho y su garganta y rogó quedarse en ese estado por toda la eternidad.

Agradeció la lluvia y se fue la cama.

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