martes, 18 de diciembre de 2018

Crónicas argentinas capítulo aparte: El Bondi

Yo siempre tomo el 26, no lo cojo jamás, nunca más lo voy a coger, Dios me libre, pero lo tomo con bastante frecuencia y por fin siento que incorporé su lenguaje secreto.

El primer día que tomé un colectivo tuve un problema fundamental: no sabía dónde ponerme. Hay toda una ley no escrita y que todo el mundo conoce para ubicarse en el lugar adecuado cuando el bus está masificado. No sé si las personas que van en él saben hasta qué punto cumplen cada artículo de esa ley, pero si el que sube la desconoce y se sitúa en el lugar incorrecto, de pronto sufre un ataque indiscriminado de miradas de desaprobación y reproche, sólo miradas, porque el bondi es un lugar sagrado, un templo, la gente apenas susurra algunas palabras ahí adentro.

Una vez posicionada inadecuadamente suelo agarrarme a algún lado para no salir despedida. El barrio donde vivo está en un alto por lo que en ciertos momentos hay bajadas más o menos pronunciadas, más o menos como el Dragón Khan, pero sin chaleco de seguridad. Ahora ya voy saltando en esos tramos, pero el primer día, bueno, el primer día era un saco de boxeo bamboleante.

La clave es la apertura de piernas, cómo me gusta decirlo. Con mi estatura necesito una apertura X, qué a punto esta letra, que me permita mantener mi centro de gravedad lo suficientemente estable como para no ir dando bandazos a mis conviajeros. Al principio no era muy consciente de este detalle y cuando el vehículo iba medio lleno no solía tener la destreza que se precisa para ocupar la cantidad de territorio necesaria y evitar el efecto catapulta. Ahora ya sí, ahora hasta me irrita ver a los más bajitos ocupar más territorio del que les corresponde dejando a los larguiruchos volar a su suerte en las curvas.

Otra particularidad es que colectivero y colectivo vienen a conformar una especie de simbiosis. Cuando entras y ves la cara al que conduce o el decorado de interiores de parabrisas y retrovisor, puedes hacerte más o menos una idea de cómo va a ser el viaje. Yo por si acaso saludo muy amablemente a todos, como diciendo hoy no quiero morir, pero ya me voy dando cuenta de que eso nunca pasa, que el Dios de los colectivos  y el SúperDios de los colectiveros protege a todos de cualquier percance por variopinto que éste pueda resultar, y que de momento puedo dejar mi vida en sus manos con confianza.

Los colectiveros no conducen, desafían las leyes de la física. Una vez sucedió que uno de ellos fue capaz de recorrerse la ciudad de punta a punta con el motor a medio calar. Aquel vehículo iba a morir, debía morir, había llegado su hora, pero no contaba con que a su cargo estaba EL COLECTIVERO: esa especie aparte, ese súperhombre, un ser superdotado y singular que cada día juega al tetris con tus articualciones y te recuerda la importancia de vivir el instante porque ése en el que girará en Pedroni con Rozas de Oquendo podría ser el útimo, aunque, indudablemente, le debemos conceder, que mereció la pena el viaje.

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